LA
TIENDA DE ARREGLOS
Bienvenido
Maquedano
Hay
un programa en la televisión inglesa que lo cuenta muy bien. Se
llama «La tienda de arreglos» y es eso, una casa grande de madera
con el techo de paja en el que trabajan unos cuantos artesanos
habilidosos. Así, a grandes rasgos, hay un par de señoras que
cosen, un chico que es ebanista, un buen herrero y un relojero. A
veces se les une un restaurador de pintura. La cosa consiste en que
un viejito tiene mucho aprecio por un objeto que procede de su abuelo
(a menudo un juguete o un mueble) y que está en un estado
lamentable. El anciano quiere legar el objeto a la siguiente
generación pero se encuentra con que el deterioro es tal que se teme
que el hijo o el nieto acabe deshaciéndose de él y cortando esa vía
de trasmisión emocional. Entonces el programa pone en contacto al
viejito con la maravillosa tienda de arreglos y en unos días se obra
el milagro, y el buen hacer de uno o varios artesanos insufla vida
renovada a lo que apenas eran los despojos de un recuerdo. El trabajo
es muy profesional y sumamente respetuoso con lo que reciben (no
funden el metal para hacer una pieza nueva o eliminan la pintura
original para que brille más). Es realmente emotivo el momento en
que los ancianos acuden con el futuro heredero a recuperar su pieza
y, con ella, una buena parte de su juventud.
Todos
tenemos algo que nos vincula con otros tiempos, con la felicidad de
la niñez o con determinada persona que ya no está, o con lo que
fuimos y ya nunca volveremos a ser. Puede que sea un bote de canicas,
un tren de hojalata o un fajo de cromos de la liga de fútbol del 82,
eso da igual, el caso es que cada vez que lo tocamos, lo vemos o lo
olfateamos llenamos los tanques de nostalgia a reventar y sentimos
una sensación placentera que no se asemeja a ninguna otra. Eso es lo
que salvaríamos de nuestra casa en llamas, lo que nos llevaríamos a
la isla desierta.
Pues
bien, imagine que eso no fuera un objeto sino una forma de vida y
podrá entender lo que nos estamos jugando ante la Unesco el próximo
once de diciembre. Durante unos años, unas cuantas personas hemos
comprimido y empaquetado el lenguaje, los saberes, el plato de batir
los huevos para la tortilla, el café tomado en tazas hechas a mano,
el cuadro de azulejos que decora la campana de la cocina, los
cacharritos en miniatura con los que jugaban las niñas, las canicas
que metíamos en un guá, el sudor al colar una pila de barro, las
figuritas de arcilla del Belén, las manchas blancas de las uñas por
trabajar con baños de plomo, las zambombas caseras de carambuco y
cardijuso, la corta de las cañas que sujetarían el pulso de los
pintores, el humo de las retamas quemadas en los hornos, el sonido
hueco de las piezas rotas en el testar, y tantas otras sensaciones
que desde hace cinco siglos han dado alma a la gente de El Puente del
Arzobispo y de Talavera de la Reina, en un documento de texto y un
vídeo de diez minutos.
Todo
eso lo hemos hecho para tener una oportunidad de dejar en herencia
nuestro juguete roto a la siguiente generación. Los mejores
pintores, barreros, historiadores y coleccionistas de cerámica se
nos mueren. A Pedro de la Cal, José Antonio Fraile, Rafael García
Bodas, Natacha Seseña o Vicente Carranza se los llevaron la
enfermedad y la vejez por delante. Su relevo está cerca de la
jubilación, y los « jóvenes » se acercan a los
cincuenta inviernos. Necesitamos que alguien zurza los agujeros por
los que se escapa el relleno de ese gran oso de peluche que nos ha
confortado durante siglos. Eso es lo que le estamos pidiendo a la
Unesco, que sea nuestra tienda de arreglos.
JaVgloo